Era un día perfecto. Era un día de esos que solo pueden
ocurrir en verano. Era un día de playa, de sol, de familia, de tranquilidad, de
relax obligado. Era un día para no pensar, para tumbarse en una hamaca, en una
toalla o en un sofá. Y no levantarse. Fue un día perfecto, pero por desgracia,
a la luna le tocó hacer el relevo de todas las noches. Y con ella luciendo
poderosa en lo más alto, el día que estaba siendo perfecto acabó tornándose en
una debacle mundial, en un repaso histórico, aunque no doloroso. Lo de ayer no
fue doloroso, simplemente, fue puro resentimiento.
Y es que pocas horas antes del partido que todos habíamos
marcado en rojo en nuestros sueños desde hace varios años, la cosa iba que ni
pintada. En los bares corría la cerveza. Las aceitunas y el jamón decoraban las
mesas de las terrazas, y la gente reía y bromeaba confiando en otra más que
posible victoria de su selección. Sin embargo, y antes de que nos diésemos
cuenta, Brasil ya nos había borrado la sonrisa de la cara. Si tanto corría la
cerveza, más corrieron los brasileños, sabedores de que estaban ante la
oportunidad de volver a reivindicarse como selección ante todo el planeta. Esto
era suyo, y pusieron todo de su parte para que nadie se lo quitara.
Brasil nunca se tomó esta Copa Confederaciones como un
torneo menor. Era su país, su casa, su gente, y estaban en su estadio. Era su
orgullo, y esa fue la gran diferencia. Los brasileños saltaron al campo
conscientes de que esa camiseta que luce estrellas como si del mismo firmamento
se tratara, había que sudarla y mimarla como antaño lo hicieron hombres como
Zico, Sócrates, Ronaldo, Romario, Cafú, Pelé… El canto del himno hacía
presagiar que iba a ser una noche larga para los nuestros. Aunque más que
larga, fue una noche corta, demasiado, apenas duró minuto y medio antes de que
acabase.
Y es que ayer Brasil volvió a ser Brasil. Volvió a ser esa
selección mágica que deleita con su juego, que te atrapa con su samba, que te
mata con sus pasos. Ayer Brasil fue Julio César erigiéndose emperador. Fue Dani
Alves anulando por completo a Iniesta. Fue Marcelo siendo Marcelo, el bueno, el
que cuando aparece lo cambia todo. Fue Thiago Silva y fue David Luiz acabando
con todo resquicio de magia roja. Fue Paulinho controlando al mejor centro del
campo del mundo, fue Luiz Gustavo haciéndose gigante en cada acometida
española. Fue la verticalidad de Óscar, la potencia de Hulk, el amor propio de
Fred, y como no, fue la luz resplandeciente de su astro más poderoso, o rey
Neymar.
Pero el que piense que esto ha acabado aquí que sepa cuanto
antes que está muy equivocado. Que esta victoria no ha hecho más que avivar las
ansias de gloria de ambos equipos, que esto no es sino la premisa de lo que nos
espera dentro de un año en ese mismo país. Brasil y España ya se han vuelto a
citar dentro de un año, en el mismo sitio, a la misma hora y con la misma
gente. Bueno, con la misma gente no, porque si ayer Maracaná lucía únicamente
los colores de su amada verde-amarelha, dentro de un año vestirá a partes
iguales el rojo fuego de la furia española. Y entonces, amigos, la cosa será
muy diferente…
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