"Éramos todos muy amigos, nos gustaba jugar juntos, la pasábamos bien reunidos, intentábamos hacerlo lo mejor posible. Atacar mucho y luego recuperarla con la ilusión de volver a atacar, y esperábamos la compañía de la suerte. Ese es el fútbol" Marcelo Bielsa.
“Una composición poética en loor
de los dioses o de los héroes”.
Así es como
define la Real Academia Española de la lengua la palabra “himno”. Una palabra,
una sola palabra, que encierra dentro de sí una serie de significados y
emociones que solo podemos averiguar a través de su canto. El himno es, junto a
la bandera, el mayor símbolo de unión entre un colectivo de dimensiones
nacionales. Al hablar de himnos, o cantos patrióticos, es inevitable pensar en
un conjunto de hombres, agarrados entre sí como una cadena irrompible, y en el
que se repite en la mayoría de ocasiones un gesto universal que expresa el
mayor grado de compromiso posible hacia una nación: La mano llevada al pecho,
al corazón.
Hablar
de un himno es hablar de sentimientos, de historia, de héroes, de gloria. Es la
forma musical que tiene una nación para decir “aquí estamos nosotros”, para
decirlo dispuesto a dar la vida por esa composición melódica que a muchos hace llorar de emoción. Dentro del colectivo encargado de defender ese himno
podemos encontrar diversas formas de expresarlo. Los hay que lo cantan con la
cabeza recta y el pecho en alto en síntoma de un orgullo inexpresable, los hay
que lo cantan mirando al cielo, como si recordaran a través de esa gloriosa
música a los que un día dieron la vida por ella, y también los hay que lo
entonan mirando al suelo, con los ojos cerrados y soplando como si del propio
Eolo se trataran. Es el cúmulo de emociones que hace temblar como niños a los
hombres más fieros.
Pero
dentro de todos los himnos posibles del mundo, hay uno que llama la atención en
especial. La Marsellesa, el himno que representa a la nación francesa,
posiblemente, el himno más bonito que se haya escrito jamás. Y hoy la
volveremos a escuchar, nos tocará hacerlo desde el bando contrario, animando a
quienes deben encargarse de minimizar al máximo la fuerza que otorga su
melodía. Y lo haremos ante los ojos de más de 80.000 personas, ante la luz que
otorga la Torre Eiffel a la ciudad de París, ante el respeto que impone a sus
rivales el Arco de Triunfo, ante la inmensidad de los Campos Elíseos y ante la
unión del Sagrado Corazón que hoy se dará cita en Saint Denis en forma de
banderas, bufandas y gritos de ánimo.
Simplemente,
disfrútenla, pues hay pocos himnos capaces de evocar la victoria de su pueblo
de semejante manera.
El
fútbol siempre ha sido más que un simple deporte. Las historias que han
sucedido en sus entrañas a lo largo de su gran existencia, han ido moldeando el paso
de un deporte que con el tiempo se ha convertido en algo más que un modo de
vida para muchos. Si hay algo que realmente nos emocione, son esas historias en
las que los protagonistas cambian radicalmente su estilo de vida gracias al
fútbol. Este les ofrece una oportunidad de vivir, una oportunidad de salir de
un entorno en el que la miseria y la muerte predominan a grandes rasgos, y
sobre todo, ofrece una oportunidad de soñar a los que nunca antes lo habían
hecho. Por eso nos gusta tanto. Una de estas historias fue la que se
encontraron por sorpresa los aficionados que acudieron a la Bombonera el pasado
Domingo 17 de Marzo para ver el partido entre Boca Juniors y Argentinos. Una
historia que en cuestión de días ha dado la vuelta al mundo gracias al gran
peso emotivo que esconde bajo sus brazos. Pongámonos en contexto.
Año
2010, Ghana. Había vuelto cinco años después la guerra de tribus que asoló al
país en 2005. En ella, entre otras muchas personas, murieron los padres del
protagonista de esta historia, Bayan Mahmud. Este chaval que ahora disfruta
jugando en los campos de entrenamiento de Boca Juniors fue partícipe directo de
esta guerra entre tribus. Bayan explica como tuvo que jugarse la vida para
poder escapar de aquella situación a expensas de su hermano Muntala, al que
tuvo que abandonar para poder subir al barco que le salvó la vida.
“Me
subí a un barco cualquiera, tenía que escapar de la guerra. Mis padres habían
fallecido en 2005 en la guerra y sabía que era muy peligroso. Después de eso,
estuve con mi hermano en una casa de orfanatos. Pero la guerra de tribus
apareció otra vez en el 2010. Yo soy de la tribu Kusazi y nos venían a
perseguir. Ellos se reconocen por una marca que llevan en el cuerpo. Si me
veían, se iban a dar cuenta de que no tenía ninguna marca porque nosotros no
nacimos en la capital, y me podían matar o hacer algo. Por eso quería irme.
Empezamos a correr, ese lugar es medio jodido. Y no sabía qué pasaba con mi
hermano. Fui a otra ciudad para entrar a un barco. Estuve como una semana. Hice
amigos en ese barco, me contaron que salía al día siguiente y me ayudaron a
meterme. Era muy peligroso. Yo entré ahí pero no sabía adónde iba”.
Así
es como Bayan logró salir del país, en un barco al que entró a escondidas
gracias a unos tripulantes de los que se hizo amigo, y en el que tuvo que pasar un largo período de tiempo sin
poder salir ya que el temor a que le descubrieran y lo hicieran regresar al
país era demasiado fuerte. Así es como Bayan llegó a Argentina, el país al que ahora
debe todo su agradecimiento. Cuenta como tras llegar se hizo amigo de unos
senegaleses con los que entabló amistad gracias a una conversación sobre el
Mundial de Sudáfrica. Estos le ayudaron a ir a Migración, donde se encargaron
de él enviándole a una pensión de refugiados en Flores, al oeste de Buenos
Aires y cerca del barrio de Vélez Sarfield. Aquí, el fútbol se metió en su
camino.
“Cuando me bajé
del barco estuve tres días sin hablar. Hasta que me encontré con un par de
senegaleses y nos pusimos a charlar del Mundial de Sudáfrica 2010. Ellos son
muy buena gente, me llevaron a migración en un taxi. Y de ahí me mandaron a una
pensión de refugiados en Flores. Después, me fui a Constitución, donde había
muchos africanos. Los sábados siempre pasaba por la plaza en la que jugaban al
fútbol hasta que un día me preguntaron si quería entrar. Venían perdiendo, pero
pasamos a ganar todos los partidos. No sabía que estaban jugando por plata. Y
me dieron $20. ¡Buenísimo, je!”
Fue entonces cuando un intermediario de Boca se fijó en él.
Rubén García, el hombre que lo descubrió jugando en aquella plaza, habló con él
y le ofreció la oportunidad de probar suerte en el club, donde le bastó con una
prueba para hacerse con un hueco en la entidad xeneize. A raíz de esto la vida
ha cambiado totalmente para Bayan, ahora puede hacer cosas de un chaval de su
edad, va al instituto, destaca en inglés y matemáticas y en sus ratos libres
solo piensa en fútbol. Eso si, hay alguien a quien le estará eternamente
agradecido y que según él, sin su ayuda no habría podido llegar a donde ha llegado.
“Sin Dios, no
podría estar acá. Es el que me da fuerzas para seguir”. Por Dios, dice,
también localizó a su hermano Muntala:
“Estuve con él hasta que me escapé. Después no supe nada más”. Finalmente
con ayuda de Dios, y de Itatí Encinas y una amiga, pudo localizarlo y volver a
tener contacto con él.
“Itatí
Encinas, secretaria de presidencia, y una amiga de ella me ayudaron mucho. Yo
no sabía si él estaba vivo o muerto. Y un día me dijeron que lo habían
encontrado. Él también me estaba buscando, entonces puso su número de teléfono
en su información. Lo llamaron y empezamos a hablar. Fue una emoción muy
grande. Después empezamos a usar el skype, a mandarnos fotos y algunos videos”.
Bayan tiene muy claro que su sueño es triunfar en el club que
le dio esta oportunidad. Como todo buen bostero admira a Juan Román Riquelme y
Hugo Ibarra y sueña con recorrer algún día la banda diestra de La Bombonera, y
espera que su hermano esté junto a él cuando llegue el momento. Al fin y al
cabo, lo de Bayan no es algo nuevo en la familia, ya que su padre también fue
en su día jugador profesional, por lo que en palabras del propio Bayan, esta
oportunidad de seguir el camino que emprendió su padre será un motivo más de
orgullo para él. Suerte Bayan.